El castillo de Chambord es uno de los más bellos y majestuosos edificios renacentistas del valle del Loira, y probablemente es el culpable de que eligiera este valle como destino de mis vacaciones de verano de este 2012.
La mejor opción para recorrer estos dominios rodeados de castillos es alquilar un coche. Nosotras recogimos el nuestro en la estación de Blois. Un Ford Fiesta negro. No es complicado llegar a Chambord, la verdad es que las carreteras que llevan a los castillos del valle del Loira están bastante bien indicadas, cosa que es de agradecer. No tardamos en llegar a sus dominios, apenas nos cruzamos coches por el camino, y eso que decían que en Agosto las caravanas pueden ser asfixiantes, pero nada de eso, prácticamente a las 9 de la mañana íbamos solas por la carretera. He de confesar que estaba algo nerviosa. Había visto tantas fotografías del castillo que temía que cuando llegase no me pareciera tan espectacular. Miedo sin fundamento, como la mayoría de los miedos. Sólo el camino hasta el dominio de Chambord ya es una auténtica maravilla. No lo he hecho antes, y lo hice por vez primera, al no haber tráfico, tuve que parar el coche en mitad de la carretera para disfrutar de la magia que se respiraba a mi alrededor. Árboles frondosos, altos, carretera recta como una flecha, y en la punta, el castillo iba emergiendo en el horizonte, lenta y pausadamente, a cada metro, crecía de niño a gigante, robusto, de piedra, hermoso, y el sol se abría paso entre las nubes y lo iluminaba. ¡Dios, qué belleza!, exclamé ahí parada, sin poder moverme. Eché un vistazo por el espejo retrovisor. Nadie. Chambord sólo para nuestros ojos.
Fue el sucesor de Luis XII, Francisco I, llegado al trono en 1515, con apenas 20 años, quien dispuso su construcción como residencia campestre y reserva de caza. El Rey quiso fundir en un mismo edificio los elementos de la arquitectura renacentista italiana con los de la tradición francesa. Leonardo Da Vinci trabajó en el proyecto de este castillo y su huella se deja sentir en las grandes terrazas y en la magnífica escalera de caracol en el centro de la cruz. Hay mucho que leer sobre la construcción de este castillo que se demoró bastantes años y que no pretendo explicar aquí, sólo dejar unas pinceladas sobre ello. Las chimeneas son algo que también llama la atención: 365 de sus 440 habitaciones poseen chimenea propia, lo que permitía una calefacción independiente de las distintas estancias.
Leí que no merecía la pena entrar a Chambord, que sólo con admirarlo desde lejos: sus lumbreras con estructuras clasicistas, torretas, pabellones, elegantes chimeneas adornadas por columnas, nimbos, pequeños frontones, salamandras, y la linterna que corona la escalera de caracol y que alcanza los 32 m. de altura, era suficiente. Yo discrepo. Disfruté muchísimo recorriendo cada rincón de Chambord. Admirando las habitaciones, los pasillos, las esculturas que se hallan en el interior del cuerpo principal y que revelan profundas influencias del arte italiano de tendencia clasicista. La concepción particular del cuerpo principal, la sintuosidad de los aposentos reales, la capilla, los salones para las audiencias oficiales, (iluminados por hileras de ventanas), el techo abovedado de la Sala de la Guardia, los despachos privados, etc etc.
Como dijo el barón de Montmorency sobre la gran obra de Chambord y los bellos objetos que lo decoraban interiormente: Una síntesis de lo que es capaz de fabricar la industria humana.
De Chambord a Cheverny, el que llaman el castillo de Tintín, se llega en unos minutos, pero ¡oh, qué minutos!, bosques de árboles gigantescos, verdes, frondosos, que parecen una gran máquina del tiempo capaces de transportarte a cualquier otra época, tal vez más bella, no sé si más cómoda, pero sin duda, mágica. Qué maravilla de caminos. Ahí, justo ahí, me enamoré de Francia. (París es caso aparte, ya me enamoré de él hace muchos años, pero aquí tenía la sensación de que Francia se había concentrado justo en ese punto, en esos caminos. Hermosa. Bella. La vie en Rose, o tal vez La vie en Vert).
Ya no me acordaba de nada de antes de mis vacaciones. Tal fue mi desconexión con la realidad predecesora. Rozaba el mediodía cuando llegamos a Cheverny. La primera impresión al llegar es de una simetría absoluta. Una vez más los jardínes, los árboles, lo "verde", me robaron los suspiros. El aire despeinaba a los turistas que admiraban desde lejos la huella típicamente renacentista influenciada por el gusto clásico.
Cheverny presenta una intacta y magnífica decoración de época Luis XIII, y ha tenido el raro privilegio de pertenecer siempre a la misma familia, (excepto el periodo de Diana de Poitiers en 1564), lo que ha permitido tener una gran unidad en el gusto y en el estilo. A mí se me cayó la boca al suelo nada más entrar. Así de impresionada me dejaron el comedor con las paredes revestidas de cuero de Córdoba, o la cámara real con el techo de casetones pintados, o la Sala de la Guardia, con la chimenea renacentista. El vizconde y la vizcondesa de Sigalas, heredaron la propiedad, y aún hoy viven en Cheverny y se preocupan de que todo mantenga el antiguo esplendor. Se pueden admirar fotografías familiares en cada una de las estancias.
Después de visitar La Orangerie, (un elegante edificio que se usa para congresos), la sala de los Trofeos, los jardines y las casetas de los perros, nos cruzamos con cientos de turistas que habían escogido la hora de comer para la visita. Nosotras, nos dirigimos a una Creperie del pintoresco pueblito donde se alza Cheverny, para seguir el camino con el estómago lleno y energías suficientes para enfrentarnos al esplendor de otro de los majestuosos y fantásticos castillos del Loira, que se eleva en los dominios de Chenonceaux: el castillo de Chenonceau.
El camino hasta Chenonceau, desde Cheverny, es más largo que el de Chambord a Cheverny, pero no pesa. Conducir por aquellos parajes, atravesar comarcas y pueblitos de cuentos, es una aventura en sí: "Dichosos los ojos".
Dejamos el coche en el parking, (el único parking que se paga es el de Chambord), y avanzamos un bosque de vetustos árboles altos y frondosos, disfrutamos perdiéndonos en uno de los laberintos de flores, y divisisamos por primera vez el castillo desde los bellísimos jardines de Catalina de Médicis, no menos bellos que los de Diana de Poitiers, al otro lado del castillo. Chenonceau se extiende sobre el río Cher, y frente a él, un viejo torreón que fue reestructurado y que perteneció al antiguo complejo medieval que se elevaba en la zona. El alto costo de este castillo hizo que junto a las siglas de los dueños, T.B.K, se esculpiera la siguiente frase: S'il vient à point, me souviendra (si el castillo se concluye, perpetuará mi recuerdo). Los trabajos de construcción del mismo se concluyeron en 1521.
Un puente levadizo permite el acceso a la planta baja del castillo en cuya sala de la guardia se exponen tapices del siglo XVI, la sala verde y la habitación de Diana de Poitiers, la capilla acoge estatuas de mármol de Carrara, pueden visitarse galerías en las que se exponen obras de Rubens, Primaticcio, Van Loo, Mignard y Nattier. En el piso primero se encuentran varias cámaras reales, como la de las Cinco Reinas o la de Catalina de Médicis. La cocinas conservan aún los antiguos fogones y hasta un asador. La galería proyectada sobre el Cher de Philibert Delorme invita al descanso. A la iluminación.
Sin duda, después de visitar todas y cada una de las salas, más de las que puedan parecer desde el exterior, lo mejor es pasear entre las flores del jardín de Diana de Poitiers, a orillas del Cher, con Chenonceau de testigo. Un muchacho posa sobre un arbolito un pequeño muñequito, como un duende, y lo fotografía. Guarda al duende en su chaqueta y vuelve a sacarlo minutos más tarde. Lo seguimos con la mirada. Ahora lo fotografía junto a una fuente, y después frente al castillo, y admirando el Cher. Por un momento imaginamos que ese duende sigue el camino del gnomo de la película Amelie, y que servirá para las postales de una enamorada que espera al chaval en algún rincón del mundo. Qué detalle más bonito, pienso, no lo digo en voz alta. De repente siento la necesidad de que alguien haga algo así por mí. El Cher sigue fluyendo. Las nubes se juntan y forman una masa gris que amenaza lluvia. El muchacho, con su duende en el bolsillo, se aleja. Sonríe feliz.
Y nosotras, proseguimos nuestro camino. En el horizonte, dentro de varios kilómetros que nos permitirán seguir conociendo rinconcitos encantadores de esa zona de Francia, salpicados por girasoles, llegaremos a la ciudad de Tours y comenzará una nueva historia.
I.M.G.
@isamerino
¡¡Qué maravilla!!
ResponderEliminar¡¡Sí, lo sé!! Ahora que veo las fotos, me parece mentira que haya estado allí ;-)
ResponderEliminarIsa, es como estar dentro de un cuento, ver esos lugares, sentirlos, pasear por sus habitaciones y jardines debe ser toda una gozada.
ResponderEliminarAbrazos
Lo fue Loli, de verdad lo fue, y mi imaginación se disparaba a cada paso. Podrían escribirse historias grandes en aquellos lugares, pero la historia ya se encargó de hacerlas realidad en su momento. Hay tanta, tanta historia en esos caminos... en esos castillos....
ResponderEliminarYo sigo sin descubrir cómo se siente envidia sana, pero si existe es la que me provocas con cada una de tus cronicas, Isa.
ResponderEliminarY si no existe -oh, vergüenza- es de la otra. ;-)
Un abrazo,
Isa, ¿Cómo haces para ver 3 castillos en un día?
ResponderEliminarPedro te envidia, pero yo quiero la fórmula para tanto aprovechamiento del tiempo.
Siempre me sorprendes, porque en un puente ves toda una ciudad...
A ver si te animas y cruzas el charco. A esta ciudad es difícil verla en un finde, ja, ja, ja.
Impresionante tu viaje amiga, que maravilla.... Me habría ido contigo sin pensarlo... Bss
ResponderEliminarGracias. Queda mucho por relatar, pero trataré de sintetizar
ResponderEliminarTu sigue, sigue, que yo me lo estoy pasando de maravilla visitando castillos contigo.
ResponderEliminarBesitos