lunes, 14 de marzo de 2011

Berlín (Día 2) 1ª Parte : Charlottenburg


Sábado 26/02/2011, Berlín.

Cuando nos despertamos el sol ya lucía alto y con un tono amarillo roto. Desayunamos en el Speakers' Corner del hotel Angleterre y con varias capas de ropa salimos a la calle a enfrentarnos al frío con risas y buen humor. Yo iba tarareando alguna canción de Mecano. No sería la única del día. Hoy Nacho Cano cumplía 48 años y era mi pequeño homenaje para mi preferido de los Cano. Sin lugar a dudas, entre otras, en mi propio dial sonaron Hoy no me puedo levantar y El 7 de septiembre.

La primera parada del día era Schloss Charlottenburg.
Cuando nos paramos en la entrada, justo delante de la verja, ya dije y lo repetí varias veces ese día, que no me gustaban esas estatuas en color blanco que nos dan la bienvenida antes de entrar. Me parecen, igual no tienen nada qué ver, pero yo lo pensé: gladiadores. Sí, gladiadores, ¿y qué pintan un Máximo y un Octavio, por llamarlos de alguna manera, en las puertas de un palacio berlinés? No sé, el contraste a mí me resultó impactante. Eso me hizo dudar del interior del palacio y comenté que sin duda, los de Viena son mucho más bonitos y elegantes. Después, una vez dentro, me acordé del cuento de la Bella y la Bestia, que siempre nos asalta cuando nos equivocamos y prejuzgamos: la belleza, sin duda, está en el interior.

El conjunto palaciego de Charlottenburg da para quedarse un día completo en el lugar, así que tuvimos que decidir qué ver por dentro, qué ver por fuera y qué dejar para otra ocasión. Ahora que miro las fotos que tomé y sobre todo rememoro aquella mañana, me doy cuenta de que vi más de lo que pensaba y disfruté tanto o más de lo que esperaba.

Dejamos la ropa de abrigo en el guardarropa gratuito, (ejem, la entrada era cara, por lo que era lógico que fuera gratuito, así como la audioguía) y cogimos la audioguía, antes decidimos pagar un extra de 3€ para poder hacer fotos. Como sólo pagamos un extra para hacer fotos, me colgué mi cámara y la de mi amiga e iba alternando con ambas, ya que una de ellas tenía gran angular y para esos salones, hacía falta.

Este palacio fue diseñado como residencia de verano para Sofía Carlota, esposa del Elector Federico III y se comenzó a construir en 1695. Unos años más tarde se le añadió una cúpula y se amplió la Orangerie. En la actualidad ha sido renovado casi por completo pues la guerra lo dejó tan devastado como al resto de edificios de Berlín. Es increíble, viendo las fotografías de la época de la guerra, cómo quedó Berlín y cómo fue recompuesto, piedra a piedra. He aquí, en esta foto más abajo, un ejemplo de cómo quedó este palacio: prácticamente en ruinas.

Me gusta visitar palacios y castillos, de todas las épocas y tiempos. Me gusta imaginar cómo vivían quienes los habitaban, cómo se desenvolvían entre tantas habitaciones, cómo iban al encuentro de sus amantes en aposentos que distaban kms unos de otros, cómo se calentaban las manos, eran vestidos, cómo susurraban secretos, gritaban en los partos, se quitaban los zapatos y movían los dedos adormecidos, cómo se preparaban para ir a una recepción, qué salas cruzaban para acudir al baile, qué bostezos escondían o qué pensaban ante una obra de arte recién colgada de las paredes mientras el artista asentía o disentía, según el caso, del lugar escogido para exponer su obra.

Mi imaginación se desborda en estos lugares y mi boca suele estar más abierta que de costumbre, ante el asombro en ocasiones, antes el derroche en otras, ante el mal gusto, la exquisitez, etc. Todo me llama la atención cuando entro a un palacio o a un castillo, hasta la más rudimentaria piedrecilla o chinillo que pueda colarse en un zapato. Por tanto, esta, era una visita obligada.

Merece la pena entrar, una vez disfrutado del exterior. Hay una torre barroca, que forma parte de la parte más antigua del palacio, que es una maravilla, y que se corona con una estatua de la Fortuna de Richard Scheibe. En el patio de la entrada se encuentra el monumento al Gran Elector. Se trata de una estatua ecuestre de Federico Guillermo I. Es curioso, pero los diez principales monarcas Hohenzollern, dinastía que duró unos 200 años, se llamaban todos Federico, Guillermo o Federico Guillermo.

Para no extenderme más en el tema del palacio, termino con unas pinceladas y apenas un par de fotografías. Hice tantas fotografías del interior del palacio que sería descortés por mi parte para con ellas no ponerlas todas. Como no tengo espacio y mi sugerencia es que las visiteis en persona, os dejaré las de un par de salas que me impactaron por una u otra razón particular mía.


1. Pinceladas:

El ala nueva, Neuer Flügel, construida entre 1740 y 1747, acoge los aposentos privados de Federico el Grande. Merece la pena la visita a esta parte. El Schlossgarten, osease los jardines del palacio, originalmente barrocos y que fueron rediseñados entre 1818 y 1828 en estilo paisajista inglés, son una auténtica maravilla. El contraste de colores, el bosquecillo donde se encuentra ligeramente oculto un edificio neoclásico en el que reposan los restos mortales de la reina Luisa entre otros Hohenzollern, el lago helado y al fondo el Belvedere, la residencia de verano de Federico Guillermo II que usaba como pabellón de té.

Y entre los aposentos del palacio yo destacaría sin lugar a dudas la Goldene Galerie, salón de fiestas en la Neuer Flügel, de 42m de largo, diseñado en estilo rococó para Federico el Grande, y también destacaría los aposentos de la reina Isabel, de estilo Biedermaier, típico del s.XIX.

En fin, una maravilla de palacio, que al año atrae a unos 450.000 visitantes.


Unas Fotos de muestra:







De las paredes de muchas de aquellas salas, colgaban cuadros impresionantes. Algunos, una gran mayoría, eran retratos de la familia, retratos de políticos, hombres de poder o miembros destacados del ejército, pero en algunos rincones había escenas de hogares de la época, de mercadillos berlineses, de góndolas venecianas, de días de nieve y viento... mientras admiraba uno de esos cuadros vi a unos personajes que tuve que sacar de allí para traerlos a mi blog ya que me recordaron a todas esas amigas que tengo por aquí, que como yo, son amante de la época de la Regencia. A vosotras, amigas, va dedicada esta fotografía que pertenece a una parte de un cuadro más extenso, que representaba un día cualquiera en una plaza de una bella ciudad cuyo nombre me voy a reservar:





Entregamos las audioguías, recorrimos la tienda de souvenirs, rodeamos el palacio y llegamos a los jardines. Me detuve a contemplarlos mientras me comía el donut de Grease. El momento era doblemente bueno. El contraste de colores, el ir y venir de la gente con patines colgados del hombro, las florecillas con gotas heladas pegadas en sus pétalos, el "resolillo", el lago helado al fondo y a lo lejos un puente rojo, algo de nieve y el Belvedere: uno de esos momentos en que piensas, joder estoy aquí, estoy viendo esto y lo estoy disfrutando y voy a grabarlo en mi retina para siempre. Ahí ha quedado.


Me gusta patinar. Me gusta patinar sobre hielo también. Nunca había patinado en un lago helado y sólo con mis botas, sin ruedas, ni cuchillas sobre las que deslizarme. Termino pues esta primera parte de este día que dio mucho de sí, con una foto del momento patinaje.

Después vino el paseo por el bosque, el contemplar a los patos nadar en la parte del agua que no estaba congelada y que desembocaba en el río, el Belvedere, la frondosidad de la arboleda junto a la muralla que separa la propiedad del río y la vuelta en bus hacia la zona del zoo.


Continuará...


I.M.G.



Fotografías propiedad de Isabel Merino González. Tomadas el 26/02/2011 en Berlín (Alemania)














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domingo, 6 de marzo de 2011

Berlín (Día 1)


BERLÍN - 25/02/2011

Hace tiempo, que en mis viajes en avión, ya no me siento junto a la ventanilla, sin embargo, varias veces me inclino hacia delante, giro la cabeza hacia la ventana y miro al infinito. Siempre encuento algo fascinante que mirar, un cúmulo de nubes flotando a la deriva, autopistas de algodón sobre las que flotamos, o como en esta ocasión: las cumbres nevadas de los Alpes.
Tras unas conversaciones entuasiastas, divertidas y enriquecedoras con mi amiga, llegamos al aeropuerto de Schönefel (Berlín). No es un aeropuerto grande y de alguna manera lo agradezco. He ido sentada todo el camino en el asiento 23. Impar a conciencia. Número de Jack en Perdidos. (Soy una Lostie sin remedio). Una forma de asegurarme que llegaré sana y salva. En los viajes, como en los exámenes, siempre me vuelvo supersticiosa y se me acumulan ciertas manías. Cuando bajo del avión y piso la pista, siento el helor golpearme la cara, las manos y el cuerpo, todo de seguido. La temperatura ha bajado al menos 20 grados. Cuando hablo, exhalo vaho, como en mis recuerdos de infancia. Pareciera que el alma se me quisiera escapar por la boca. La cierro, por si acaso. El sol berlinés, más apagado que el malagueño, sólo ilumina, para nada calienta.

Seguimos el rastro de la gente en busca del tren expréss que lleva al centro, sacamos nuestro ticket del día y nos encontramos con un encargado de la estación que chapurrea algo de inglés mezclado con un alemán recio. De repente no entiendo nada. Una palabra se cuela entre todas las que se le acumulan en la boca y mi amiga la traduce: Huelga. ¿Huelga? ¡Huelga! El tren exprés no volverá a Berlín hasta la tarde. Nos desvían hacia un andén y un alemán regordete y amable escucha mis preguntas y responde amablamente. Es difícil de entender, pero colabora para que lo entendamos. Tan sólo tendremos que coger el próximo tren, que es más lento, y luego cambiar en la parada que nos señala en un cartel. Contamos el número de paradas y son al menos 9. La mitad de los pasajeros que hicieron el vuelo con nosotras se acomoda a disgusto en el tren. Nadie esperaba la huelga del exprés. En diez minutos comienza el trayecto. Ninguno hemos validado el ticket del día y todos tememos que llegue un revisor. Pero no llega. El tren camina lento por las vías y nos va mostrando el extrarradio o la perifiera berlinesa llena de casas pequeñas con pequeños huertos, una campiña esquelética y nada parecida a la inglesa y unos ríos desbordados de hielo. En el tren se escuchan risas, carcajadas, quejas, bufidos, bromas de Morón de un grupo que se sienta alrededor nuestra, entre los que viaja un cura, y de repente una sola conversación, la misma para todos: Los asientos queman. Y es cierto. Al principio notas un calor subir por las piernas que luego se acomoda en el trasero, y al cabo de unos minutos comienza a quemar. Como somos malagueños y tenemos fama de exagerados, nos hemos puesto toda la ropa de abrigo que hemos podido encima. Ahora nos pesa, con el culo ardiendo.
Al fin llegamos a la parada citada. Cada grupo elige un S-Bahn diferente, nosotras nos alejamos del resto. Nos arriesgamos a subir a uno que nos lleve a Alexanderplatz y acertamos. Después sólo resta coger un metro U-Bahn. Cuando salimos a la calle Friedritztrasse, el Check Point Charlie nos saluda a un lado. Del otro, está nuestro hotel, a escasos diez metros de la salida, el Angleterre. Tener algo inglés cerca, me da seguridad. La fachada del siglo XIX contrasta con la modernidad de las instalaciones. La habitación 404 será nuestra casa los días que pasemos en Berlín. Soltamos las maletas, nos abrigamos más aún si cabe y salimos a patearnos las calles. Empieza nuestro viaje: Cámara en mano.
Primera parada: Zona de Scheunenviertel.




Desde nuestra estación en Kochstrasse cogimos el U-Bahn (metro) hasta Friedrichtrasse, un ataque de risa que nos deja sin fuerzas nos acompaña, y caminamos hasta Oranienburger Strasse. Esta zona fue antiguamente el distrito judío de Berlín. Los nazis lo transformaron en un gueto judío y tras la II Guerra mundial, el distrito cayó en el abandono, sin embargo actualmente gran parte de los patios y calles donde vivían los mercaderes ha sido rehabilitada. Ahora es uno de los distritos de moda de Berlín.
Nos asomamos a uno de los puentes sobre el río Spree y contemplamos absortas a las placas de hielo deslizarse río abajo. El sol las ilumina. El contraste es asombroso. Me pongo unos segundos guantes. Los dedos se me congelan. El tranvía amarillo cruza las calles del este de Berlín. Una manera de saber que estás en esa zona es por los semáforos. Los Ampelmann se dejan fotografiar mientras cruzamos las calles. Se han convertido en una celebridad y en un icono. Enmedio de los edificios, por un momento, recuerdo unas calles de Viena, cuando cruzo enfrente y me vuelvo, parece Praga, sin embargo cuando cojo la cámara y enfoco, se trata de Berlín puro y duro, y no se parece a ninguna de ambas dos. Es único. Huelo el aire antes de pisar la calle Oranienburger y me llega un leve olor a comida con especias. No sé cómo olerá Turquía, pero a mí me huele a Turquía. A lo lejos ya se ve la cúpula de la Neue Synagoge, construida entre 1859 y 1866 y que en su tiempo fue la mayor de Europa. Antes de llegar a ella, nos encontramos con los Tacheles, unos edificios siniestros que antiguamente fue el Wilhem - Einkaufpassagen, uno de los centros comerciales más elegantes de Berlín, que fueron abandonados por los judíos alguna vez y que hoy son galerías de arte alternativo, bares, o tiendas, pero que no dejan de parecer abandonados. Los grafittis están presentes en todos los muros. Cuando llegamos a la Neue Synagoge tengo que contar en casa lo que estoy viendo. ES una maravilla. Cojo mi móvil, última generación, táctil, y bla, bla, bla y me doy cuenta de que con guantes es absolutamente inservible, tanta tecnología, y no puedo usarlo si no marco con los dedos. Si lo hago me congelo. Lo único que se me ocurre es marcar con la nariz. Mi amiga se ríe. Unos transeúntes me observan. Consigo marcar. Mi madre se ríe al otro lado, a miles de kms de distancia. Tengo la nariz roja y los dedos congelados bajo mis guantes témicos y los de nieve. Me cuesta hablar. En Málaga hace 25 grados. En Berlín: (-10)ºC. Pero merece la pena, digo, esto es fantástico. Nos acercamos, ya terminada la llamada, a la isla de los Museos. Una mujer, en la esquina de uno de los puentes, con un pañuelo en la cabeza, toca el acordeón. Entorna los ojos como si viera poco. No lleva medias. Toca la misma melodía una y otra vez. Sonríe aunque nadie se le acerque. Me da pena y sin embargo siento que ella, a su modo, es feliz haciendo lo que hace. No me la quito de la cabeza hasta que llegamos a la primera iglesia parroquial protestante de Berlín, la Sophienkirche, del siglo XVIII. Está cerrada. Avanzamos por la calle Grosse Hamburger y me ocurre algo extraño. He avanzado sin parar durante toda la calle, a pasos rápidos, largos y de repente me paro. Quieta. Como si algo me hubiera hecho pararme. Miro el edificio y no tiene nada de particular. Mi amiga espera que avance. Miro hacia el suelo y encuentro dos placas doradas. En una se lee el nombre de James Deutsch y en la otra el nombre de Johanna Klum. Lo que pone alrededor de sus nombres me da escalofríos. Una de las palabras es Deportier, la otra es Auschwitz. Al parecer a esas dos personas, tal día de tal año oscuro, se las llevaron de ese lugar hacia un macabro destino. Vuelvo sobre mis pasos y me encuentro con 9 placas más. ES como si me hubiesen llamado y me hubiesen dicho, eh, para, mira esto, esto ocurrió aquí. No pases sin más sobre nosotros. Y se me coge un nudo en el estómado, como el que se me ha cogido minutos antes, ante el monumento que recuerda a los miles de judíos que partieron desde allí hacia la muerte. Entramos al cementerio, donde habían enterrados unos 12.000 judíos, pero que los nazis destruyeron casi por completo. Apenas quedan unas tumbas adosadas a la pared, coronadas por piedras de todos los tamaños. Un pequeño monumento señala la tumba donde supuestamente estuvo enterrados Moses Mendelssohn.

Seguimos por Sophienstrasse, que hoy día luce el mismo aspecto que lucía en el siglo XVIII, ya que ha sido totalmente rehabilitada y llegamos a Hackesche Höfe, un conjunto de edificios comerciales restaurados que consta de 9 patios comunicados entre sí. Paseamos por los patios, siguiendo los planos de los mismos, para no perder detalle, y entramos a las tiendas de souvenirs, de cuadros, a la de Ampelmann, etc. Sin duda, picamos con alguna cosita. ¿Qué es un viaje sin compras? ES como un viaje sin fotos o sin buena compañía. Algo siempre cae.

Son más de las cuatro de la tarde y entramos a un italiano, Olive, en la calle Rosenthaler, a comer y a descansar un poco. El ambiente es tranquilo. No hace frío ahí dentro. NO hace frío más que en las calles, por lo demás, todo está muy bien acondicionado. El menú es barato y el servicio excelente. No tardan en servirnos. En un plis plas, antes de que empiece a anochecer, volvemos a la calle, con el plano abierto y las manos enguantadas recorriendo líneas paralelas y transversales, señalando entradas de metro, enfrente una bandera de España. Es un bar de tapas, el YOSOY. Nos llega el olor a croquetas, pero ya no tenemos hambre.

Nos dirigimos andando hacia Alexanderplatz, pero antes nos detenemos frente a la iglesia St. Marienkirche, a los pies de la Fernsehturm. Estilo gótico y barroco, con una impresionante torre neogótica. El púlpito es barroco. Cuando entramos, sus paredes blancas, vacías, llamaron nuestra atención, pero más aún que toda la sillería estuviera vuelta hacia las parades blancas y no hacia el altar. ¿A qué o a quién oran los feligreses?, me preguntaba extrañada, sin dejar de mirar las paredas blancas, altas, puras, enormes, vacías. La siguiente parada es la fuente de Neptuno. Impresionante. Una absoluta maravilla. Neobarroca. 1895. Las cuatro figuras femeninas que lo rodean simbolizan los ríos Rin, Vistula, Oder y Elba. Al frente, el Berliner Rathaus. En sus inmediaciones fue donde en 1963 Kennedy declaró ante la multitud que lo aclamaba: Yo también soy berlinés. Los alemanes perdonaban así a Estados Unidos su pasividad ante la construcción del Muro.


Siguiendo nuestro paseo, y ya anocheciendo, (son apenas las cinco y poco de la tarde) y llegando a unas temperaturas a las que no estamos acostumbradas, nos adentramos en el área que rodea la iglesia medieval Nikolaikirche, con sus callejuelas llenas de recovecos en los que se esconden tiendas artesanales y resturantes que hacen de la zona, una de las más encantadoras y bonitas. Los árboles están decorados con bombillas, como en Navidad y el aspecto al anochecer, es de cuento de hadas. Como ha oscurecido, no vemos en el parque que rodea la zona, las figuras de Marx y Engels, y decidimos acercarnos al Berliner Fernsehturm, osease el Pirulí berlinés, que se ve casi desde todo Berlín. MIde 368m y es el edificio más alto. Fue levantado entre 1965-1969 por el gobierno de Alemania Oriental y simbolizaba el poder de Berlín Este, su capital.
Unos metros por detrás se extiende Alexanderplatz, una amplia plaza, para mi gusto un tanto fría y demasiado moderna. Siempre hay gente y actividad en esta plaza, cerca de los almacenes Galeria Kaufhof. Originalmente fue un mercado de lana y ganado. Cuesta creerlo. Todos tenemos un pasado, ¿no? Hay un proyecto de levantar rascacielos en la plaza. Un alemán, moreno, alto, gordote, lleva a cuestas una especie de mochila, pero se trata de su propio puesto de salchicas alemanas. Me quedo mirando y con ganas de hacer una foto. Pienso en su espalda. La mía ya está hecha polvo y sólo llevo un bolso.
Es noche cerrada y apenas son las seis y media. Los comercios han cerrado. La iluminación es escasa, pobre. Las farolas están muy separadas unas de otras y sus bombillas son de bajo consumo. El frío se incrementa. Cogemos el metro, aunque antes me he comprado unas orejeras negras. Parece que llevo patillas. Las oculto bajo el gorro. El metro alemán es de color amarillo violento y en sus vidrieras se puede ver en todos los sentidos la Puerta de Brandemburgo. Los sillones tienen un estampado antinatural, hortero. Pero es cómodo. Tranquilo. Seguro. Alguien toca la guitarra. Nadie habla. Mi amiga y yo reímos por algún comentario o tal vez por el frío. Nos dirigimos hacia la Pariser Platz y allí está, iluminada: Brandenbuger Tor (La puerta de Brandemburgo): El monumento más famoso de Berlín.
Construida entre 1789 y 1791, inspirada en los pórticos cláscios de Atenas. Ha sido desde el siglo XIX marco excepcional de al agitada historia alemana. Impresiona verla. No sólo por lo que es si no por lo que representa y por todo lo que ha ocurrido a su alrededor. ES inevitable ver varios Berlín a la vez que pisas o ves uno solo. La historia está muy presente en esta ciudad resurgida de sus cenizas y de todas sus tragedias. Mires donde mires, todo está ahí, presente, oculto, pero a la vez visible. Ahora el aire no huele a nada, sólo a frío, a hielo, el cuerpo tiembla. Hacemos fotos. El hotel Adlon nos observa desde su posición. La cuádriga, escultura de seis metros de altura, que corona la Puerta, es impresionantes. Ahora nos dirigimos al Reichstag, que está a pocos metros. El frío se vuelve insoportable.

Ningún otro edificio simboliza como el Reichstag la historia de Alemania. Mientras caminamos hacia la entrada se me congelan las manos. No puedo moverlas. Me asusto, confieso que un poco más de la cuenta. La policía berlinesa nos observa. Yo muevo exageradamente las manos. No hay forma de descongelarlas. No nos dejan entrar. El Reichstag está cerrado. Volvemos sobre nuestros pasos. Mis manos parecen rocas bajo los guantes. Entramos a un Dunkin Donuts para buscar un servicio donde pueda ponerlas bajo un chorro de agua caliente. Allí me espera una sorpresa: Unos donuts de Danny, Sandy y Grease. La sangre vuelve a circular por mis manos. Me tranquilizo. Compramos los donuts, obviamente. Entramos al metro y nos dirigimos a Postdamer Platz. Apenas hay gente por las caller. El edificio SONY es impresionante. Sus colores te hacen sentir viva. Sientes que estás dentro de una película. El IMAX al frente, el museo del cine detrás, el de Lego algo más allá, y el café donde se reunía la gente más culta de Berlín está hasta los topes. No sabemos adónde mirar. Cómo atrapar todo ese torrente de luces de colores, de edificios "arrascacielados".


Es hora de volver al hotel. Paramos en el Check Point Charlie. Compramos algo para cenar. Y antes de acostarnos, nos comemos a Sandy y a Danny. El donut de Grease lo dejamos para mañana, cuando visitemos el Palacio de Chalottesburg.



Tras la ducha, caemos rendidas. No hay confidencias nocturnas, sólo un derrotado y cansado: buenas noches. Luego risas, siempre risas. Y un segundo y último buenas noches.


La noche y el frío helado se apoderan de Berlín a medianoche. Nosotras ya dormimos.



I.M.G.



Nota: Fotografías de Isa Merino tomadas en Berlín 25/02/2011