miércoles, 24 de octubre de 2012

Un día en la oficina del INEM

Por cuestiones que no vienen al caso, hoy pasé la mañana en la oficina del INEM. Pasar la mañana, toda la mañana, en una oficina de este tipo se está volviendo, desgraciadamente, demasiado cotidiano en este país. Supongo que también en el resto, por lo de la crisis mundial y esas cosas, pero no voy a hablar de estadísticas, de porcentajes, de cifras concretas ni nada de eso. Cuando cuelgo mi traje de números en casa, sólo hablo de letras. Y hoy, lejos de alabar o criticar ningún sistema, o de enumerar  parados, prestaciones, reducciones de jornadas, EREs, ERTEs, y cualquieras otras siglas a las que antes no les echábamos cuentas y que hoy son nuestro pan negro de cada día, voy a relatar cómo ha sido una mañana cualquiera, mi mañana, en una de estas oficinas. 

Pero comencemos por el principio: 

Una vez que la empresa en la cual prestas tu servicios te comunica que estás despedido o que formas parte de un expediente de regulación, etc, debes solicitar una cita en el Servicio de Empleo para regularizar tu situación y sobre todo para acceder y solicitar, si procede, la prestación. Lo más rápido es solicitar cita por internet. En mi caso lo hice en la página del Servicio Andaluz de Empleo. PINCHA AQUÍ PARA SOLICITAR CITA. Lo normal es que la primera fecha que te ofrezcan sea dentro de diez días, depende de la oficina, en algunas son menos. Y me dieron cita para hoy.

Aparcar en las inmediaciones de tu oficina del INEM, sea cual sea, está descartado. Es mejor caminar desde casa, o escoger cualquier otro medio de transporte. Nunca hay sitio. Nunca es nunca, así que NO te lleves el coche. Caminé pues, desde casa, y cuando llegué a las puertas de la oficina esperaba una fila india de personas en la puerta como la que suelen mostrar los telediarios. Pero no fue así. Tal vez lo fuera a primera hora de la mañana, pero a media mañana, y con amago de lluvia, no había cola en la puerta. 


Buenos días. Buenos días. Tengo cita previa. Pase. Pase. Llego hasta la puerta y ahí se resuelve el gran misterio de por qué no había gente en la cola de la puerta. Toda la gente está dentro. Arremolinada, como decimos aquí. La temperatura, nada más entrar ha subido varios grados. Me quito la chaqueta. Me temo que esto no va a ser tan rápido como esperaba, a pesar de la cita previa. Son las once y cuarto. Tengo cita a las once y media. Imposible sentarse. Cuento los bancos y no llegan a treinta. Todos ocupados. La gente que está de pie, (los arremolinados que os contaba), deben ser más de cincuenta. Todos miran hacia arriba, como al techo, y se quejan del calor. Dirijo mi mirada hacia el mismo lugar, un televisor, sobre un pilar,  en cuya pantalla se suceden una lista de apellidos y nombres y un número de mesa. Y me convierto en uno de ellos. El próximo en entrar me verá en la misma posición que al resto, mirando casi al techo, sudando. 

Un cuarto de hora más tarde de la hora en que había obtenido mi cita, aparece la inicial de mi nombre junto a mis dos apellidos en la pantalla. Mesa 16. Acababa de conseguir un asiento. Lo cedo con pesar. Me levanto y me dirijo a la mesa pensando que después de eso ya habré terminado. Pero no. 

Hay más gente que en la guerra, (expresión muy de aquí),  cuando finaliza mi primer turno de papeleo, y la empleada del INEM me dice que ahora debo esperar a que mi nombre salga de nuevo en la pantalla para que me atiendan en Prestaciones. Me sugiere que busque asiento, (pero ¿dónde? me pregunto mirando a mi alrededor), pues  la cosa va lenta y hay retraso de al menos una hora. No lo entiendo, con el montón de mesas que hay. Vuelvo a mirar a los arremolinados, cuyo número crece y crece, ya apenas se ve el suelo, y me respondo a mí misma. Vale. No hay suficientes mesas ni empleados para tanta gente. El calor sofocante es calor humano. Aún no han puesto la calefacción. No creo que en este lugar haga falta ni en pleno invierno. Podríamos derretir un iceberg gigante si nos lo propusiéramos. Seguro. 
 Han pasado veinte minutos y he conseguido sitio. Al fondo. La silla tiene el respaldo roto, pero no me importa. Es incómoda. Tampoco me importa. ¡He conseguido sitio! En lugar de gritarlo a los cuatro vientos, como querría, soy más discreta y lo comento por whatsapp. Del otro lado recibo un emoticono de unas manos aplaudiendo. Me siento comprendida. Respondo con un emoticono que a la vez que sonríe se sonroja. Apellidos que no son los míos se suceden en la pantalla. Uno tras otro. Más lentamente de lo que quisiera. Así durante, casi, dos largas horas. 


Ha seguido llegando gente, pero ya no los cuento, me he integrado en un grupo. Somos siete. Mi número favorito. Los puntoyseguido también somos siete. Seguro que me trae suerte. Mi grupo lo formamos: 

- Una Sra, de amplísimas caderas,  que dice tener 58 años muy bien llevados. Ha sido matrona durante 35 años, en el Materno, en el Clínico, en Carlos Haya, en el Civil, en Gálvez, enumera. Ha ido para acompañar a su hermana, porque ya se sabe todos los trámites, dice, ya que ha acompañado a su hijo, a su nuera, a un vecino, y sabe de lo que va. Pero que no entiende el retraso. ¿Y usted dónde trabaja? ¿Conoce a un delineante llamado Tomás?, me pregunta. Después se vuelve a un caballero del grupo y le pregunta su edad. Le comenta que ella nunca ha tenido que pedir el paro. 

- El caballero, un señor con bigote cano y calva pronunciada, que le confiesa a la matrona tener 61 muy bien llevados él también, a pesar de los dientes. Le faltan varios. Y nos va a explicar por qué. Sí. Sí. Sí. Insisto, dice. Y nos habla de la enfermedad de su mujer, que murió, en paz descanse, y que lo de los dientes vino por el disgusto, le dijo el médico. Tiene dos hijos que han salido muy buenos, pero que no han llegado a ministros porque no estudiaron tanto, pero son buenas personas y lo tratan bien. ¿A qué hora tenía usted la cita, Srta?, me pregunta. 

- La hermana de la matrona. Menos gruesa. Misma cara. Habla menos, pero mueve la cabeza asintiendo a todo lo que oye, como un perrito de esos que antiguamente se llevaban en la bandeja trasera de los coches. ¡Qué mal está el país!, se queja después de un suspiro. Y no es tiempo para traer niños. Aunque  claro, antes se estaba peor, y la de niños que se tenían. Y todos salían para adelante. Antes se estudiaba con un solo libro. Se pasaba de un hermano a otro: La enciclopedia Álvarez. ¿La estudiaron ustedes? El caballero y la hermana asienten. El resto no dice nada. Eso sí que era un buen libro. Allí estaba todo lo que uno pueda querer aprender en la vida. 

- La rubia. Mira la pantalla fijamente. Nos oye. No suelta ni prenda. No contesta nada. Ni siquiera sonríe. Al fin sólo dice: Yo tenía cita a las once y media y llevo más de una hora aquí. Esto es inconcebible. Vuelve el silencio. Su cara rancia. Aprieta el bolso en su costado. No debe tener más de cuarenta y muchos. O igual tiene mi edad. 

- El negro. También tenía cita a las 11:30, pero lleva con humor el tiempo perdido, el sudor, y el que cada vez que sale un nombre y apellido que parece extranjero alguien de alrededor le pregunte si se trata de él. Yo me llamo Fernández. Manuel Fernández. Vamos, Manolo. Se carcajea y muestra sus dientes blancos. Extremadamente blancos. Es el primero del grupo en ser llamado. Se despide con la mano y nos desea suerte. 

- El moro. No entiende nada. No sabe nada. No habla españolo. Españolo no. Bueno, sí, un pocco. Pero pocco. Se levanta. Se sienta. Levanta los brazos. Sube una pierna. Se revuelve en su asiento. Mucha gente aquí. País hunde. Se pone una gorra. Se la quita. Se levanta. Pierde su asiento. 

- Y yo. Hago un par de jugadas al Apalabrados en el móvil. Contesto un par de whatsapp. Hago una foto del caos humano que hay en la oficina. Debe haber ya más de cien personas de pie, y siguen entrando. La envío por whatsapp. Abro el Aldiko ebook y comienzo el tercer capítulo de Pride and Prejudice. En inglés leo más lento, si no, me habría terminado el libro durante la espera. La batería se agota. Me uno a las conversaciones de la matrona con su hermana y con el caballero del bigote. 

Han pasado dos horas y al fin salen mis apellidos en pantalla. Justo antes de que empecemos a intercambiar teléfonos y quedemos para tomar café y forjemos una duradera amistad los miembros de este grupo que en el whatsapp probablemente se renombraría como: INEM waiting, o algo así. Siempre se me ocurren nombres absurdos para los grupos, y siempre cae alguna palabrilla en inglés. Me gustan los gerundios. 

En la mesa 30, de prestaciones, me atiende un hombre que no sabe muy bien qué hacer con mis papeles. Pregunta. Resuelve. Me hace rellenar un impreso con un bolígrafo al que se le sale la tinta. No soporto esos bolígrafos. He traído el mío propio, pero insiste en que use el suyo. Me da como dentera. Al fin, en diez minutos, hemos terminado. Mi estómago se queja. Mi termostato interior ya se ha adaptado a la temperatura. Antes de irme me acerco a saludar a alguien que conozco. Por suerte está sola en su mesa en ese momento. Hemos cruzado unas palabras amables, sinceras, simpáticas. Doy recuerdos para su familia, que durante años sentí, aún siento, qué locura,  como mía, y nos despedimos. Y no es esa la única despedida, no, aún tengo que despedirme de la matrona, su hermana, el caballero de bigote, la rubia sosa y el moro. Manolo ya se ha ido. 

En la puerta, me encuentro con un compañero. Quedan quince minutos aproximadamente para que cierren las puertas. Hay incluso más gente que cuando llegué a las once de la mañana. Me han dicho que esto es así continuamente, le digo. A él aún le queda más de una hora de espera por delante y seguro que en unos minutos él también habrá formado un grupo. 

Un día más en el INEM, suspira alguien en la cola de fuera. Las nubes se han elevado y ya no amenazan lluvia. Aprieto contra mi pecho la carpeta con la documentación y echo a andar.  

En el telediario han mostrado imágenes de otra oficina de empleo. Nunca es la misma, aunque todas parecen iguales. Tantas esperanzas y desesperanzas convertidas en papeles. En burocracia. Son tiempos difíciles. Muy difíciles, acotemos correctamente. Pero tenemos que sobrevivirlos. Vamos a sobrevivirlos. Otros lo hicieron antes que nosotros y otros lo harán después. De aquellos llevamos los genes. Los otros llevarán los nuestros. ¡Adelante! ¡De esta también saldremos!





I.M.G.



A todos los afectados por esta tremenda crisis mundial. 

domingo, 7 de octubre de 2012

Chambord, Cheverny, Chenonceau: Valle del Loira (3)

El castillo de Chambord es uno de los más bellos y majestuosos edificios renacentistas del valle del Loira, y probablemente es el culpable de que eligiera este valle como destino de mis vacaciones de verano de este 2012.  

La mejor opción para recorrer estos dominios rodeados de castillos es alquilar un coche. Nosotras recogimos el nuestro en la estación de  Blois. Un Ford Fiesta negro. No es complicado llegar a Chambord, la verdad es que las carreteras que llevan a los castillos del valle del Loira están bastante bien indicadas, cosa que es de agradecer. No tardamos en llegar a sus dominios, apenas nos cruzamos coches por el camino, y eso que decían que en Agosto las caravanas pueden ser asfixiantes, pero nada de eso, prácticamente a las 9 de la mañana íbamos solas por la carretera. He de confesar que estaba algo nerviosa. Había visto tantas fotografías del castillo que temía que cuando llegase no me pareciera tan espectacular. Miedo sin fundamento, como la mayoría de los miedos. Sólo el camino hasta el dominio de Chambord ya es una auténtica maravilla. No lo he hecho antes, y lo hice por vez primera, al no haber tráfico, tuve que parar el coche en mitad de la carretera para disfrutar de la magia que se respiraba a mi alrededor. Árboles frondosos, altos, carretera recta como una flecha, y en la punta, el castillo iba emergiendo en el horizonte, lenta y pausadamente, a cada metro, crecía de niño a gigante, robusto, de piedra, hermoso, y el sol se abría paso entre las nubes y lo iluminaba. ¡Dios, qué belleza!, exclamé ahí parada, sin poder moverme. Eché un vistazo por el espejo retrovisor. Nadie. Chambord sólo para nuestros ojos. 

Fue el sucesor de Luis XII, Francisco I, llegado al trono en 1515, con apenas 20 años,  quien dispuso su construcción como residencia campestre y reserva de caza. El Rey quiso fundir en un mismo edificio los elementos de la arquitectura renacentista italiana con los de la tradición francesa. Leonardo Da Vinci trabajó en el proyecto de este castillo y su huella se deja sentir en las grandes terrazas y en la magnífica escalera de caracol en el centro de la cruz. Hay mucho que leer sobre la construcción de este castillo que se demoró bastantes años y que no pretendo explicar aquí, sólo dejar unas pinceladas sobre ello. Las chimeneas son algo que también llama la atención: 365 de sus 440 habitaciones poseen chimenea propia, lo que permitía una calefacción independiente de las distintas estancias. 

Leí que no merecía la pena entrar a Chambord, que sólo con admirarlo desde lejos: sus lumbreras con estructuras clasicistas, torretas, pabellones, elegantes chimeneas adornadas por columnas, nimbos, pequeños frontones, salamandras, y la linterna que corona la escalera de caracol y que alcanza los 32 m. de altura, era suficiente. Yo discrepo. Disfruté muchísimo recorriendo cada rincón de Chambord. Admirando las habitaciones, los pasillos, las esculturas que se hallan en el interior del cuerpo principal y que revelan profundas influencias del arte italiano de tendencia clasicista. La concepción particular del cuerpo principal, la sintuosidad de los aposentos reales, la capilla, los salones para las audiencias oficiales, (iluminados por hileras de ventanas), el techo abovedado de la Sala de la Guardia, los despachos privados, etc etc. 

Como dijo el barón de Montmorency sobre la gran obra de Chambord y los bellos objetos que lo decoraban interiormente: Una síntesis de lo que es capaz de fabricar la industria humana. 


De Chambord a Cheverny, el que llaman el castillo de Tintín, se llega en unos minutos, pero ¡oh, qué minutos!, bosques de árboles gigantescos, verdes, frondosos, que parecen una gran máquina del tiempo capaces de transportarte a cualquier otra época, tal vez más bella, no sé si más cómoda, pero sin duda, mágica. Qué maravilla de caminos. Ahí, justo ahí, me enamoré de Francia. (París es caso aparte, ya me enamoré de él hace muchos años, pero aquí tenía la sensación de que Francia se había concentrado justo en ese punto, en esos caminos. Hermosa. Bella. La vie en Rose, o tal vez La vie en Vert). 
Ya no me acordaba de nada de antes de mis vacaciones. Tal fue mi desconexión con la realidad predecesora. Rozaba el mediodía cuando llegamos a Cheverny. La primera impresión al llegar es de una simetría absoluta. Una vez más los jardínes, los árboles, lo "verde", me robaron los suspiros. El aire despeinaba a los turistas que admiraban desde lejos la huella típicamente renacentista influenciada por el gusto clásico. 

Cheverny presenta una intacta y magnífica decoración de época Luis XIII, y ha tenido el raro privilegio de pertenecer siempre a la misma familia, (excepto el periodo de Diana de Poitiers en 1564), lo que ha permitido tener una gran unidad en el gusto y en el estilo. A mí se me cayó la boca al suelo nada más entrar. Así de impresionada me dejaron el comedor con las paredes revestidas de cuero de Córdoba, o la cámara real con el techo de casetones pintados, o la Sala de la Guardia, con la chimenea renacentista.  El vizconde y la vizcondesa de Sigalas, heredaron la propiedad, y aún hoy viven en Cheverny y se preocupan de que todo mantenga el antiguo esplendor. Se pueden admirar fotografías familiares en cada una de las estancias. 

Después de visitar La Orangerie, (un elegante edificio que se usa para congresos), la sala de los Trofeos, los jardines y las casetas de los perros, nos cruzamos con cientos de turistas que habían escogido la hora de comer para la visita. Nosotras, nos dirigimos a una Creperie del pintoresco pueblito donde se alza Cheverny, para seguir el camino con el estómago lleno y energías suficientes para enfrentarnos al esplendor de otro de los majestuosos y fantásticos castillos del Loira, que se eleva en los dominios de Chenonceaux: el castillo de Chenonceau. 


El camino hasta Chenonceau, desde Cheverny, es más largo que el de Chambord a Cheverny, pero no pesa. Conducir por aquellos parajes, atravesar comarcas y pueblitos de cuentos, es una aventura en sí: "Dichosos los ojos". 

Dejamos el coche en el parking, (el único parking que se paga es el de Chambord), y avanzamos un bosque de vetustos árboles altos y frondosos, disfrutamos perdiéndonos en uno de los laberintos de flores, y divisisamos por primera vez el castillo desde los bellísimos jardines de Catalina de Médicis, no menos bellos que los de Diana de Poitiers, al otro lado del castillo. Chenonceau se extiende sobre el río Cher, y frente a él, un viejo torreón que fue reestructurado y que perteneció al antiguo complejo medieval que se elevaba en la zona. El alto costo de este castillo hizo que junto a las siglas de los dueños, T.B.K, se esculpiera la siguiente frase: S'il vient à point, me souviendra (si el castillo se concluye, perpetuará mi recuerdo).  Los trabajos de construcción del mismo se concluyeron en 1521. 

Un puente levadizo permite el acceso a la planta baja del castillo en cuya sala de la guardia se exponen tapices del siglo XVI, la sala verde y la habitación de Diana de Poitiers, la capilla acoge estatuas de mármol de Carrara, pueden visitarse galerías en las que se exponen obras de Rubens, Primaticcio, Van Loo, Mignard y Nattier. En el piso primero se encuentran varias cámaras reales, como la de las Cinco Reinas o la de Catalina de Médicis. La cocinas conservan aún los antiguos fogones y hasta un asador. La galería proyectada sobre el Cher de Philibert Delorme invita al descanso. A la iluminación. 

Sin duda, después de visitar todas y cada una de las salas, más de las que puedan parecer desde el exterior, lo mejor es pasear entre las flores del jardín de Diana de Poitiers, a orillas del Cher, con Chenonceau de testigo. Un muchacho posa sobre un arbolito un pequeño muñequito, como un duende, y lo fotografía. Guarda al duende en su chaqueta y vuelve a sacarlo minutos más tarde. Lo seguimos con la mirada. Ahora lo fotografía junto a una fuente, y después frente al castillo, y admirando el Cher. Por un momento imaginamos que ese duende sigue el camino del gnomo  de la película Amelie, y que servirá para las postales de una enamorada que espera al chaval en algún rincón del mundo. Qué detalle más bonito, pienso, no lo digo en voz alta. De repente siento la necesidad de que alguien haga algo así por mí. El Cher sigue fluyendo. Las nubes se juntan y forman una masa gris que amenaza lluvia. El muchacho, con su duende en el bolsillo, se aleja. Sonríe feliz. 

Y nosotras, proseguimos nuestro camino. En el horizonte, dentro de varios kilómetros que nos permitirán seguir conociendo rinconcitos encantadores de esa zona de Francia, salpicados por girasoles, llegaremos a la ciudad de Tours y comenzará una nueva historia. 




I.M.G.
@isamerino