Cada mediodía soy bendecida por una mujer que no conozco, cuyo rostro ya me es familiar. Hace un invierno que nos conocemos. Viste una sonrisa cada vez que nos encontramos. Siempre a mediodía. Cubre su largo cabello con un pañuelo que alguna vez fue de color rosa. Su rostro es oscuro. Acartonado. Debe rozar los cincuenta. Digo debe, pero no lo sé, igual son menos. Saluda con una mano en alto. En la otra sujeta un cartel que nunca he leído. Adivino las palabras escritas. Conozco sus sinónimos. El más fiero es Hambre. No ha faltado ni un día. Yo tampoco. Ella junto al semáforo en rojo. Yo, dentro de mi coche. Unos días, la ventanilla bajada, otros, subida. Haga frío o calor, dentro o fuera, ella permanece y nos bendice. Soltemos monedas o no, neguemos con la cabeza, afirmemos, o le devolvamos la sonrisa. A todos. Sin excepción. Nos bendice. Y nos sonríe. Siempre.
Trato de adivinar su historia. Hemos hablado alguna vez. Me pregunto si su vida siempre ha sido así. O cuándo cambió. O si sus ojos de niña eran tristes y a la vez alegres. Como ahora. Me pregunto dónde duerme. Qué come. O quiénes comen gracias a ella. Si el dinero que recauda es para otros y por eso siempre va con zapatos de verano a pesar del invierno. Si las capas de ropa que la visten es todo lo que tiene. Si reza. Si su pan de cada día son los semáforos en rojo.
Y a pesar de las inclemencias, ella sonríe. Y bendice. Y agradece. Y cuando el semáforo se pone en verde, ella permanece, y yo avanzo. Y me pregunto.
¿Cuántos semáforos esperan nuevas caras que harán de ellos su medio de subsistir? ¿Cuántos cartones, papeles, cartulinas, etc, se han de escribir aún con la palabra hambre como mensaje de fondo?
Llego a casa y me queda su sonrisa, a pesar de. Y su bendición. Hasta mañana, en que nos volveremos a encontrar cuando el semáforo cambie.
I.M.G.
A la desconocida que cada día me sonríe y me bendice, justo antes de la hora de comer.