jueves, 29 de marzo de 2012

Olvídame tú, que yo no puedo. (Amigas del alma)

El 16 de Enero de 2001, (sé la fecha porque acostumbro a ponerla junto a mi nombre y apellidos,  en la primera hoja de cada libro que compro o me regalan), llegó a mis manos, por pura casualidad, un libro llamado "Mi querida Cassandra". Recuerdo que no había más ejemplares del mismo, y que éste, estaba escondido bajo toda la pila de libros de ocasión que se ofertaban en la sección de librería de unos grandes almacenes. Aquel fue mi primer contacto con las cartas que Jane Austen le escribió a su hermana, a su querida Cassandra. Acostumbraba Jane a escribir cartas, no sólo libros, de hecho uno de sus libros, Lady Susan, es de género epistolar. Como ella, yo también escribo cartas. He escrito muchas a lo largo de mi vida, ahora lo hago menos, pero no pierdo la costumbre, lo único que he perdido ha sido la valentía de lanzarlas al buzón. Considero que hay que poseer ese don, el de la valentía, para permitir que tus letras manuscritas lleguen a manos del o la destinataria de tus letras. Y en ese sentido, yo me he vuelto cobarde. 

Al parecer, otra de mis costumbres, (tengo muchas, arraigadas o no, como todo el mundo), es esconder cartas, o postales, o fotografías entre las hojas de mis libros favoritos. Y esto, aunque no lo parezca, tiene sentido con lo anterior. Y también con Mi querida Cassandra. Desarmemos el misterio, si es que se ha creado, y contemos lo ocurrido al escoger este libro de entre toda mi librería, para destino y orgullo de mi ocio nocturno, que se dedica exclusivamente a las letras, leídas o escritas. 

Al abrir el libro, apareció una postal comprada en mi visita a Chawton con varias imágenes de la casa que da nombre a este blog, del barrio, de los jardínes... lo que vienen siendo locations  known to Jane Austen while she lived in Chawton, Hampshire, England. Tras esa postal se ocultaban varias más, compradas durante mi viaje a Bath, cada una de ellas era un resumen ilustrado de cada una de sus novelas más famosas: Pride and Prejudice, Mansfield Park, Persuasion, Emma, Sense and sensibility, Northanger Abbey y una más de Pride and Prejudice que compré para la querida amiga que me descubrió ese fantástico libro hace años, cuando yo misma se lo regalé. Después de las postales, otro tesoro: una breve cronología de la vida de Jane Austen, (que me regaló la amable Caroline en la shop de Chawton Cottage), que abarca desde el 16 de diciembre de 1775, día en que nace Jane en la Rectoría de Steventon, hasta 1818, cuando se publicó póstumamente La Abadía de Northanger junto a Persuasión gracias a su hermano Henry Thomas. 

Carta manuscrita de Jane Austen
Abril de 1817
¿Quién dice que un libro no guarda secretos o sorpresas? A veces no sólo es la historia. Ni siquiera las entrelíneas. Continuemos. Hago una parada en el sumario: Las cartas de Jane Austen, sus primeros años creativos en Steventon, despedidas e incertidumbres en Bath, nuevas perspectivas en Southampton, una casa nueva y establecida en Chawton y sus últimos días en Winchester. Lo hojeo y hago una parada en cada ilustración y después en cada carta. Me entretengo mucho. La documentación es exhaustiva. Las anécdotas, curiosas. Los comentarios, inteligentes. Imagino a Cassandra deteniéndose en cada letra que le escribió su hermana. A Jane esperando la respuesta.  

Tu carta llegó antes de lo que esperaba, y eso ocurrirá siempre con ellas, porque me he impuesto la norma de no esperarlas hasta que lleguen, en lo que creo que sugiero la comodidad de las dos...

(comienzo de una carta dirigida a Cassandra el martes 18 de dic. de 1798, desde Steventon)


Sigo leyendo cartas y cartas, de Jane a Cassandra, de Cassandra a Jane, de Jane a sus hermanos, a su sobrina Fanny... y al final me detengo especialmente en una carta escrita por Cassandra a Fanny en la que entre otras cosas como el reparto de bienes de Jane, le confiesa: 

Había tantas cosas que hacer que no quedaba tiempo para una miseria adicional... Contemplé la pequeña procesión del duelo a lo largo de la calle y, cuando desapareció de mi vista y la hube perdido para siempre, ni siquiera entonces me sentí tan abrumada ni tan agitada como ahora cuando lo escribo...              (19 de julio de 1817)


Eran amigas, Jane y Cassandra, además de hermanas, eran amigas, confidentes, de ese tipo que se llaman amigas del alma. Y cierro el libro para concentrarme en eso, cuando aparece un nuevo tesoro, más papeles escondidos, entre la última hoja y la tapa: más cartas. Pero estas son mías, manuscritas, fechadas en 2001, fecha en que compré el libro. En ellas, yo era Jane y una amiga de ese tipo que tan poco abundan, de las del alma, era Cassandra. Las leo concienzudamente, tratando de reconocerme en esas letras, (más redondas, ligeras e inocentes que las de ahora), o tal vez de revivir aquellos momentos. (Olvídame tú, que yo no puedo, cantaba Bosé). Me quedo con las letras de despedida de la última carta que encuentro: 

Este año es especial porque hará 14 años que nos conocemos, lo que significa que llevamos media vida siendo amigas, y que hoy comienza el resto. No sé qué va a depararnos el futuro, pero francamente, no me preocupa porque echando una vista atrás y observando nuestro presente sabemos que podemos construir a nuestro antojo cualquier cosa porque nada va a salir mal. Y porque como dice la canción última de Grease, siempre seguiremos juntas. 
                                                                         (26/02/2001) 

 Empezar hablando de un libro de cartas manuscritas de Jane Austen y terminar hablando de la amistad, pueda no tener sentido, para mí lo tiene todo, pero aún así ¿acaso todo debe tenerlo? A mí me gusta desvariar, comenzar hablando de una cosa y terminar hablando de otra totalmente opuesta, pero ¿ha sido este el caso? No lo creo, yo estaba hablando de amistad desde el principio, de cartas, y de amigas del alma. No me había parado a pensar en esta expresión hasta que el otro día comencé a leerme El diario de Ana Frank. Siempre me resistí a hacerlo, pero ahora, a escasos días de visitar su casa en Amsterdam, me pareció que el momento había llegado. Me lo bebí en tres días. Impactante. Estremecedor. No me perdono no haberlo leído antes, aunque tal vez era ahora cuando debía hacerlo, soy de las que piensa que los libros te buscan cuando es el momento de que los leas, y no antes. Y esto viene a cuento de que gracias a Ana Frank, y a una carta en su diario que comenzó a escribir hace unos 70 años, yo retomé esa expresión que antes usaba tanto: amiga del alma. 


El sábado 20 de junio de 1942, Ana Frank escribe en su diario:

...Ha llegado el punto donde nace toda esta idea de escribir un diario: no tengo ninguna amiga. Para ser más clara tendré que añadir una explicación, porque nadie entenderá cómo una chica de trece años puede estar sola en el mundo. Es que tampoco es tan así: tengo unos padres muy buenos y una hermana de 16, y tengo como treinta amigas en total, entre buenas y menos buenas. Tengo un montón de admiradores que tratan de que nuestras miradas se crucen o que cuando no hay otra posibilidad, intentan mirarme durante la clase a través de un espejito roto. Tengo a mis parientes, a mis tías, que son muy buenas, y un buen hogar. Al parecer no me falta nada, salvo la amiga del alma. Con las chicas que conozco lo único que puedo hacer es divertirme y pasarlo bien. Nunca hablamos de otras cosas que no sean las cotidianas, nunca llegamos a hablar de cosas íntimas. Y ahí está justamente el quid de la cuestión. Tal vez la falta de confidencialidad sea culpa mía, el asunto es que las cosas son como son y lamentablemente no se pueden cambiar. De ahí este diario. Para realzar todavía más en mi fantasía la idea de la amiga tan anhelada, no quisiera apuntar en este diario los hechos sin más, como hace todo el mundo, sino que haré que el propio diario sea esa amiga, y esa amiga se llamara Kitty. 

Esta hoja de diario es de las primeras del libro, y fue en ella en la primera que me paré, sólo para reflexionar y dar las gracias porque yo sí tengo y he tenido esa clase de amistad, y  me considero inmensamente afortunada, tanto como lo fueron Jane y Cassandra, con la suya, o tal vez más. Realmente Kitty llegó a ser una amiga del alma para Ana Frank, y la sobrevivió para que todo el mundo pudiera conocer no sólo los horrores y monstruosidades que se cometieron, sino cómo era el alma de aquella niña que tanto la quiso y que volcó todo lo que una amiga vuelca en otra, en sus páginas. 

Si habéis tenido la paciencia de llegar hasta aquí, gracias. Esta entrada está dedicada a dos amigas del alma. No pongo nombres. Ellas sabes quiénes son. 


I.M.G. 

domingo, 18 de marzo de 2012

London: Bonus Track (Febrero 2012)


Cuando la nieve comenzó a caer más fuerte, entramos al musical de los Jersey Boys. Pincha AQUÍ si quieres saber más sobre este musical que cuenta la historia de Frankie Valli and The Four Seasons, como ya comenté en la entrada anterior. Este musical, a diferencia de cuantos he visto en Londres, (aviso),  necesita un nivel de inglés alto para entenderlo, ya que abunda muchísimo el diálogo, quizá más que las canciones y mucho más que los números de baile, que no son tan espectaculares como puedan serlo en Wicked o en Les MIserables o en Mamma Mía, por ejemplo, pero que esto no os eche para atrás. Merece la pena verlo. (Aunque si no habéis visto ningún musical en Londres, este no debería ser de los primeros, eso también debo advertirlo). Quizá pensé que cuando saliéramos del teatro Prince Edward la nieve habría dejado de caer, pero me equivoqué, y con qué alegría lo hice. Cuando bajamos las escaleras de alfombras rojas y salimos a Old Compton Street, caía la nieve copiosamente y diríase, si ha de decirse de algún modo, que llegué a Picadilly Circus casi volando, ¿acaso no se vuela cuando se es feliz? Con el paraguas en alto, cubierto de nieve, cual Mary Poppins atravesé Shafetsbury, cruzándome con los autobuses rojos, ahora blancos, y los taxis negros, de igual modo blancos. La nieve, bendita nieve,  lo cubrió todo en minutos y no me importó mojarme, al contrario, disfruté haciéndolo. 

Nos quedamos por el centro, simplemente viendo caer la nieve, descargando los paraguas, haciendo alguna compra. El frío, es cierto, amaina cuando la nieve se apodera de la ciudad. Es curioso. Camino del hotel, unas horas más tarde, no había dejado de nevar, y a nuestro paso, los bancos, las bicicletas, los coches aparcados, todo, se rendía al encanto blanco. No me habría acostado esa noche, tal era mi entusiasmo. Cuando subimos al hotel, me apalanqué junto al enorme ventanal y seguí  echando fotos a cualquier detalle, seguí grabando en video a la nieve caer. Cuando al fin caí rendida, agotada la batería, agotada la energía por el día tan largo, me dormí con la cortina entreabierta, y en el duermevela, la nieve seguía cayendo, y mientras me dormía, creo que sonreía.

 Amaneció Londres blanco. No nevaba ya. Pero blanco. Las carreteras habían sido limpiadas, y la nieve se agolpaba en las aceras. Varias líneas de metros fueron cortadas. Las noticias eran alarmantes en cuanto al temporal en Europa. Los aeropuertos de Stansted, (al que llegamos) y Heathrow, anunciaron el cierre por el temporal de nieve. No nos preocupamos. Decidimos disfrutar de la mañana y cuando llegara la hora de irnos, salíamos desde Gatwick, ya veríamos si podíamos salir de Inglaterra o no. Logramos llegar al Big Ben usando las líneas abiertas. Los operarios echaban tierra sobre la nieve para que los coches y los peatones pudiésemos circular/caminar sin peligro, pero a mí me fastidiaba ver la nieve tan blanca convertirse en una especie de barrizal. Le quitaba encanto. 

Tras despedirme una vez más de mi querido Big Ben, con un hasta la próxima, emprendimos camino hacia Bloomsbury, el barrio de Virginia Woolf. Esta vez no lo recorrí como en veces anteriores, que pude visitar el lugar donde se reunía con sus compañeros escritores del grupo Bloomsbury, el parque en el que se sentaba a escribir Mrs Dalloway, o las calles, como el 46 de Gordon Sq, donde se instalaron a vivir ella y su familia después de abandonar Hyde Park Gate 22. En el 46 de Gordon Sq nada había que no se pudiera decir, nada que no se pudiera hacer, decía. En ese barrio por el que solía caminar imaginando el entorno y el perfil del personaje en el que estaba trabajando, me adentré en uno de mis viajes a Londres. Regresé "Woolforizada" a casa. En su libro autobiográfico, el único,  Momentos de vida, que ya he recomendado en alguna entrada, Virginia hace un magnífico memorial de ese mundo ya desaparecido, de unas personas, sus amigos y su familia, que como ella, pertenecen ya a la historia. 

Como decía, esta vez no fui al encuentro de Virginia Woolf o de sus fantasmas, sólo paseé por la zona, admiré los edificios georgianos, y sucumbí una vez más a la llamada del British Museum que se encontraba prácticamente cubierto de nieve. Algunos muñecos, blancos y helados, improvisados, nos saludaban al entrar. Sólo entramos a visitar las salas temáticas de Egipto y Grecia, que siempre merecen una visita. Una reverencia a la Piedra Rosetta. 

 Las estaciones de metro de la zona se encontraban cerradas. Las infraestructuras londinenses no están preparadas para los temporales de este tipo. Esa es la conclusión que saqué mientras caminábamos buscando una estación que nos llevara de vuelta a la zona de nuestro hotel, para volver a saludar al Dinosaurio de la entrada del Museo de Historia Natural, o para rodear con un abrazo, toda su redondez si fuera posible, al Royal Albert Hall, mi adorado, para después revolcarnos en el manto de nieve que cubría todo Hyde Park y fotografiarnos con los muñecos de nieve improvisados, del Albert Memorial. 

Seguimos paseando por las calles nevadas hasta bien pasado el mediodía, las Terraces blancas y los blancos edificios victorianos de South Kensgington y Chelsea se confundían con la nieve, y todo parecía brillar, como si focos de cine, centelleantes, las iluminaran. No hicimos caso de los últimos partes, y cogimos uno de los metros que circulaban con retraso, hacia Victoria Station, donde cogimos el tren hacia Gatwick. Durante el trayecto pudimos comprobar que el temporal se había cebado con la zona de las afueras de Londres. Los pueblos y aldeas que cruzábamos, se encontraban casi sepultados en la nieve. Digerimos que tal vez no saldríamos del país esa tarde. Creo que a ninguna nos importó demasiado. 

No nevaba en Gatwick ni lo hizo en las siguientes horas en las que un alto porcentaje de vuelos fueron cancelados y otros tantos sufrieron retrasos importantes. Nosotras, con la suerte que nos vino acompañando durante todo el viaje, sólo sufrimos un retraso de apenas hora y media, casi dos. Subimos al avión casi podía decirse que "On time", y ya anochecido, levantamos vuelo sobre Inglaterra nevada. Mi sueño blanco quedaba atrás, vivido, y recordado para siempre. 

The End. 

Próximas crónicas viajeras: Amsterdam, a la que viajaré en Semana Santa. Ya os contaré. Sin duda, hablaré de flores de colores, tulipanes y canales. El color blanco, ya queda atrás. 


Entrada dedicada a Bea, Cris y Patri. 

I.M.G. 




jueves, 8 de marzo de 2012

Londres de nieves, Londres de bienes (2 de 2) Febrero 2012

Sábado 4 de Febrero. Londres. Ni una nube en el cielo. Temperatura: Bajo cero. 

Una parada obligatoria en Leicester Sq, (aún en obras), para una nueva intentona de ver otro musical esa noche. Intentona frustrada, los precios más baratos rondaban las 70 libras. Caminamos hacia Covent Garden y casi ayudamos a montar los puestos del Jubilee Market, donde entre otras compras, me hice con un cuadro de Grease, (ya hablaré algún día de mi pasión por Grease).

Una parada frente a la casa donde alguna vez vivió Dickens, y un entrar al Lyceum Theatre, en el 21 de Wellinton Street, fueron lo siguiente. ¿Tal vez queríamos probar suerte y encontrar entradas para The Lion King a buen precio en el mismo teatro? Tal vez, pudiera ser, pero después de preguntar por un precio razonable que sabíamos que no encontraríamos, nos entretuvimos mirando las paredes, y sonriendo a los vendedores. Cualquier cosa por entrar en calor y desentumecer manos, nariz, orejas y pies. Cuando salimos de nuevo a la calle, el helor ganó de nuevo la partida y tuvimos que andar dando zapatazos, para descongelar las plantas de los pies. 

 Seguimos con el paseo por el barrio chino, que celebraba su nuevo año, y visitamos el teatro de Les Miserables en Shaftestbury Avenue, la avenida de los teatros. No quedaban entradas. A la altura de Picadilly Circus, pasada la una del mediodía, nos pareció que algunas nubes habían bajado de altura y se habían arremolinado sobre los edificios de la semicircular Regent St, aunque sin ánimo de lluvia o nieve. El frío se volvió más intenso por la zona de Waterloo, camino de The Mall, por donde la Reina camina sobre ese asfalto de aspecto anaranjado, cuando le da por bajarse del Rolls. ¿Lo hará alguna vez? 

Caminamos hacia Buckingham Palace, parando brevemente en Clarence House o en St. James, y comprobamos cómo la bandera inglesa ondeaba al viento. Del monumento a la Reina Victoria que preside la plaza frente al palacio emanan agua unas fuentes adosadas, aunque en esta ocasión, el agua salía escarchada y los estanques estaban helados. Tal era la temperatura que estábamos soportando cuando nos adentramos en St James Park, uno de mis parques londinenses favoritos junto a Regents Park. Me gusta ese parque porque no es muy amplio y sin embargo posee un lago lleno de patos, de cisnes y de pájaros que sólo veo cuando visito Londres, porque las ardillas corretean a placer y se te acercan y no se intimidan al esconder las bellotas en el suelo mientras las filmas, porque mires adonde mires, siempre hay gente paseando, siempre hay árboles cuyas hojas o colores te sorprenden, porque a lo lejos se ven mi querido Big Ben, la House Guards y la London Eye, y porque al final del paseo, en cada época del año, encuentras miles de flores de colores. 

Cuando atravesamos la House Guards, (qué hermosos caballos negros soportan el peso de la Guardia montada), y caminamos por White Hall primero y por Parliament St después, asomándonos como cualquier turista a Downey St., sonreí mirando al cielo. ¿Ya se ve el Big Ben? Sólo la puntita, detrás de los edificios, pero no es eso. Sigo mirando hacia arriba: Las nubes se han vuelto más compactas y sólo queda algo de resolillo que aún se filtra entre ellas. ¡Podría nevar! Yo no perdía la esperanza. Cuando estuve una vez más, (he perdido la cuenta de las veces que me he quedado ensimismada mirando esa vieja y hermosa Torre del reloj), frente al Big Ben, tuve la misma sensación que se tiene cuando se ve a un viejo amor, a un viejo amante, por el que nunca dejaremos de sentir ese pellizco en el estómago. Sonreí y me pareció que las agujas, en la posición en la que se encontraban, me devolvían la sonrisa. Soy feliz cuando lo miro, por eso, tomo posición en mi esquina favorita, junto a la cabina roja más fotografiada de Londres, y me quedo extasiada frente a él mientras los segundos y los minutos pasan. Pasan. Pasan. ¡Vamos, Isa! 

Regresábamos de Westminster Abbey, (en esta ocasión no entramos), con un agujero en el estómago,  las cuatro de la tarde y sin comer. En la estación de Westminster parecía haber una concentración juvenil. Cientos, si no miles, de jóvenes, la mayoría disfrazados y portando cervezas o botellas de alcohol, corrían de un lado al otro de la estación. Cuando al fin logramos subir al metro, mi cámara de fotos, (nueva, de estas Navidades), había desaparecido. Nerviosas, miramos en mis bolsillos, en mis bolsas, en mi bolso y nada. Nos bajamos en la siguiente parada y nada. Había desaparecido. Me dolían más las fotos perdidas que la cámara en sí, pero las fotos... irrecuperables. Tras el halo de tristeza que nos embargó a las cuatro, mis amigas reaccionaron con más esperanza y entereza que yo: Volvamos a la estación de Westminster. Yo me negué. Era ridículo pensar que podría encontrar la cámara. No, dije, vámonos a comer. Isa, hay un 99,9% de posibilidades de que no encuentres la cámara, pero tenemos que volver a por el porcentaje que falta. Cogimos el siguiente metro y regresamos, tristes, calladas. La multitud se agolpaba en los pasillos, casi no se podía mirar al suelo, sólo se veían pies huidizos. Me acerqué a un policía y le conté lo ocurrido, no me hizo mucho caso. Nos asomamos a la oficina de control de imágenes en la estación y no nos abrieron. ¡Es imposible!, dije rindiéndome. Mientras miraba al suelo encontré un billete de 5 libras. Mi amiga encontró unos guantes. Me acerqué como última tentativa a un empleado del metro y le dije que había perdido mi cámara de fotos. El hombre, orondo y canoso, con cara de pocos amigos, asintió y habló con alguien a través de un walkie . Al cabo de un par de minutos apareció otro empleado del metro, negro, alto. ¿De qué color es su cámara? Negra. ¿De qué marca? Olympus. Sacó una cámara, en su funda negra, del bolsillo y me dijo: Is this your camera? YES!!!!!!  THANK YOU, le dije al empleado orondo, abrazándome de brazos y piernas a él: THANK YOU, THANK YOU, THANK YOU. Not  me, dijo, him, y señaló al negro. 

Y así fue como recuperé mi cámara, y como volvimos a coger el metro creyendo en la providencia, en la suerte divina y en la orejita del colgante de mi abuela, y nos bajamos en Victoria Station para ir a preguntar por el mi musical favorito, Wicked, en el Apollo Victoria, y para comer por allí. Eran ya las cinco de la tarde. El día seguía nublado. Sin amago de nieve. 

 Regresamos a Leicester Sq. en bus desde Victoria, fracasada la intentona de volver a ver Wicked, y nos recorrimos nuevamente cada establecimiento de venta de entrada "low cost". El frío era ya insoportable a esa hora, y no eran más de las seis y poco de la tarde, ¿cómo quedarse en la calle a esas horas en que el termómetro debía rondar los -10ºC? Teníamos que encontrar un musical a un precio razonable para pasar la tarde-noche en un lugar medianamente "calentito". Y lo encontramos. El musical de los Jersey Boys, basado en el grupo musical Four Seasons, del que formó parte Frankie Avallon, que curiosamente fue artista invitado en la película Grease (1978). Subimos por Charing Cross, camino del Prince Edward Theatre en Old Compton St. El cielo se veía amarillo. Encapotado. A la altura del Palace Theatre, donde estaban dando el musical Singing in the rain, comenzaron a caer los primeros copitos de nieve. 

 Está chispeando, dije. Nooooo, ¡está nevando!, me dijeron al unísono mis amigas. Levanté los brazos como queriendo abarcar la fina llovizna de nieve, y grité a la vez que cruzaba: ¡ESTÁ NEVANDO EN LONDRES! Todo el mundo abrió su paraguas. Yo seguí con los brazos, los ojos, y la boca abierta, viendo de nevar por primera vez en mi vida. (La vez de Eurodisney hace unos años no cuenta porque apenas duró unos minutos y no cuajó en el suelo). 

¡DIOS, ESTÁ NEVANDO! ¡Y ESTOY EN LONDRES! ¡ESTÁ NEVANDO EN LONDRES Y YO ESTOY EN LONDRES! ¿Podía ser más feliz en ese momento? Yo creo que no. Nos sonreímos las cuatro y buscamos un lugar para merendar, el Milan Café.  A través del ventanal pude ver cómo Charing Cross, la calle de las librerías,  se cubría de un manto blanco. Estaba deseando terminarme la tarta y el Capuccino, para salir a pisotear la nieve, a mojarme con la nieve, a sentir el frío de los copos sobre mi cara, a vivir con intensidad mi primera vez.




TO BE CONTINUED...

Cierto es que Londres de nieves, Londres de bienes iban a ser dos partes, pero habrá una tercera, un bonus track dedicado a la nieve de aquella noche, (merece una entrada completa, al musical de los Jersey boys,  a cómo Londres amaneció completamente blanco día siguiente y a cómo cancelaron un montón de vuelos y líneas de metro, y cerraron Heathrow. 

Entrada, nuevamente dedicada a mis amigas Patri, Bea y Cris, mis compañeras en este viaje. 

I.M.G.