Me contó que se encontró a Cervantes, manco ya, tratando de hojear un libro. Se había afeitado la barba y llevaba el pelo revuelto pero lo reconoció enseguida. Se paró frente a él y le dijo:
- Cervantes, ¿verdad?
Don Miguel miró a un lado y al otro y después centró su mirada en el extraño y preguntó: ¿Se dirige usted a mí?
- Sí, a usted, vuesa merced, a usted, creador de historias de molinos y gigantes, gigantes y molinos. A usted que dio vida a Don Alonso de Quijano y a Sancho. ¿Acaso vuesa merced ve otro Cervantes por aquí? -Esto lo dijo levantando ambas manos al cielo y también su mirada. En éxtasis.
Cierto es que ya me habían avisado que mi amigo solía ver muertos en lugares insólitos. Y no muertos cualesquiera, si no muertos de antaño, de los que ni apenas huesos les queda a su esqueleto. Dispuesto a creer le pregunté qué movió a Don Miguel tan lejos de su tumba y de su siglo.
- Los grandes escritores no dejan de leer ni muertos -contestó.
Y aquí me hallo, a varios años de mi existencia, buscando a Don Miguel, a Don Francisco, a Don Lope y a Don Federico, entre libros y libros. Salen de parranda los cuatro cuando hay una Feria. Hoy estoy en la de Málaga, en el parque, y aún no los he visto. Les gusta esconderse entre las nuevas generaciones, pero su porte los delata. No tardaré en darles alcance.
- ¡Al galope, al galope! -grito golpeándome la cadera. Troto entre las casetas y las palmeras, relincho a los transeuntes y me abro paso. Todos se apartan. Me respetan. Me han reconocido. A pesar de mis ropajes, lo han hecho. Sonrío. Elevo el mentón. Pierdo el equilibrio. Caigo. Vuelvo a ponerme en pie. Sonrío de nuevo y grito de nuevo: ¡Al galope! ¡Al galope!
Y me abren paso.
Mi amigo se ha sentado junto al viejo del tarot. Quería leerle las manos, pero ya no tiene huellas, así que le está echando las cartas. Es una tirada larga, para la vida eterna. Ve muchas letras y muchos libros y una vida de fábula. Le pregunta si ha estado vivo alguna vez. Mi amigo se tapa los ojos, no quiere ver la carta delatora, luego se tapa los oidos y me dice: óyelo tú, míralo tú. ¡No quiero saberlo!
Le he dado unas monedas al tarotista y le he dicho a mi amigo que es hora de larganos.
-¿Adónde? -me pregunta sorbiéndose los mocos. (A veces llora desconsoladamente y yo tengo que ofrecerle mi hombro. Hoy le he dado un pañuelo de papel. Es lo que se estila en estos tiempos. La gripe A ha hecho mella en los de tela, ya nadie borda iniciales, todos tiran sus mocos a la papelera).
- ¿Adónde? -repito la pregunta mientras busco una buena respuesta. Me rasco la cabeza sin temor a encontrar piojos. Ya no se estilan tampoco. Es difícil responder a preguntas tan cortas, vivamos en la época en que vivamos. Adónde. Es difícil pasear por Málaga, hay demasiadas zanjas, por el Metro digo, por las reformas digo, por los cambios de líneas telefónicas y por las obras del carril bici. Hoy me tropecé con unas cuantas, todas por medio de la carretera. No les gusta el carril que les han regalado, tiene un color demasiado chillón y no sienten el temor de ser atropellados. Al final siempre se trata de la adrenalina. Yo mismo morí por culpa de la adrenalina, no del carril bici, que entonces no había. Fue un subidón de versos, pero no me gusta hablar de eso, aún se me remueve algo aquí adentro, en los tuétanos. Y me siento en un banco y veo pasar a Jacob. Es que él también lee. Levanta la mano. Va vestido de blanco aún, el jodío.
- Saludos a Némesis le grito.
- Tu puta madre - dice. Me habré confundido. De haber sido él me habría invitado a beber agua de La fuente de las Tres gracias y luego me habría dicho "ahora eres como yo". Y yo sería el nuevo número uno y necesitaría un buen número dos. En este caso dejaría de ser el escudero, y sería el ingenioso hidalgo. No creo que mi amigo esté dispuesto a un cambio de papeles a estas alturas. Aunque ya no somos los mismos. Ya nadie es el mismo. Ni siquiera recuerdo cómo se hablaba en mi siglo o qué se hablaba por entonces, pero para eso están los libros, para encontrarnos todos, los de antes y los de ahora y los de después. Y sólo mantendremos el nombre. ¿Qué somos sin un buen nombre?
Pero míralo, es él, al fin lo veo. Es Don Miguel. Pero qué pintas me trae.
- ¡Miguel! -le grito levantando los brazo y corriendo hacia él- ¡Don Miguel, que soy yo, Sancho!
I.M.G.
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