Mi despertador ha sonado mientras soñaba. Lo he oido y lo he apagado. He seguido durmiendo, pero el sueño se ha roto. No me ha importado demasiado. Soñaba con un ciudad asiática, llena de asiáticos que paseaban por calles asiáticas y me hablaban un castellano con abuso y sobrecarga de letras "L". La L sigue llamándose "Ele", no como la "Y griega", que desde aquella reunión a puerta cerrada en la que alguien la proclamó "ye", ha perdido su origen, como la I latina, que sólo es I. A secas. I.
He pasado un rato frente al espejo del baño. Mi pelo era un nido de águilas. Un "Goku" guerrero. Un ovillo de lana entre las garras de un gato enfurecido. He logrado dominarlo. Secador en mano. Salgo a la calle a la hora en que los niños pintorrean garabatos en sus mesas de colegio, desatienden al maestro y cuentan los minutos, en sus relojes con cronómetro y conexión vía satélite, para bajar o subir, según el caso, al patio de recreo.
El viento se ha hecho dueño de la calle, se ha agenciado sombreros y paraguas para su colección y pelea con los abuelos que sacan a sus nietos a pasear en los carritos indomables de última generación. Mi pelo vuelve a arremolinarse. Lo aplaco con las manos. El viento se lleva mi peinado, y el de la chica que va hablando por el móvil y tropieza con la farola y mira a todos lados para ver si alguien se ha dado cuenta. Yo me he dado cuenta. Todos los que van dentro del autobús circular también. La parada está justo enfrente de la farola. Los cristales son opacos, pero desde dentro se ve todo. Alguno sonríe. Un chaval universitario la graba con su móvil con cámara de video incorporada y 7x de zoom óptico. La chica sigue andando, sujetándose la melena. Un asiático la saluda desde la puerta de su negocio. Hola. Al oírlo me pregunto si era un saludo o si quería saber la hora. Levanto la mano, digo nueve y media y sigo andando sin volverme para observar su cara interrogante. No nos conocemos, pero he soñado con miles de caras iguales esta mañana, justo antes de que sonara el despertador y el viento arremetiera contra los toldos de mi terraza.
Me dirijo hacia la biblioteca, campo a través, a cielo abierto, caminando contra corriente. Siempre lo hago. Caminar contra corriente, digo. Agarro mi bolso con fuerza, lo pongo delante de mi cara y entorno los ojos de manera que de lejos, con mi estatura, mi pelo negro y mi tez pálida, pudiera parecer uno de ellos, de los de mi sueño. El viento se torna huracanado. Mi pañuelo lucha por desenroscarse de mi cuello. Avanzo, pero muy lentamente.
Esta bien esto de tener vacaciones. Aunque genere cierta ansiedad. Cuando al fin te sumerges en ellas y te acomodas y te dejas llevar, es hora de regresar a la oficina y de atornillarte a la silla durante 9 horas, interrumpidas sólo por un almuerzo que no da tiempo a degustar.
Hoy no tengo un horario que cumplir, sin embargo he madrugado esta mañana. Necesito aprovechar el día. ¿Haciendo qué? Pues eso, haciendo qué, un qué que sea todo menos volver a la oficina, conciliar bancos, hacer asientos contables, dar explicaciones que no quieren ser escuchadas o tragarte frases completas que generan hastío porque si las escupieras te las podrían devolver con subordinadas o indirectas que directamente te llevarían a números comunistas a fin de mes. El rojo es mi color favorito, pero en números, prefiero el color negro. Mucho más elegante. Más fino.
Hoy no tengo que ir a la ofician, así que no he cogido el coche. Me he permitido la puntual imputualidad de mis nuevos quehaceres de la semana. On foot. A pie. Como haría Mrs Bennet.
Es raro esto de estar de vacaciones, tan raro, que como les contaba a unos amigos, se disfrutan con cierto sabor a metal. Es como chupar un clip en lugar de un caramelo. Mascar alambre y sándwiches de hojalata. Pero eso ocurre sólo cuando te encaminas sin saber hacia dónde, cuando te saltas las reglas e incumples la monotonía y deambulas por la vida sin unas órdenes que acatar. Aunque siempre siempre, acatamos alguna. Mi orden de hoy era clara, diferente, llevaba un retraso de años. El viento no pudo evitar que llegar. Sigo el camino que me dicta mi pasado, atarvieso calles que una vez crucé siendo estudiante. Entonces tras las palmeras de chocolate o los dulces, también de chocolate, de las pastelería de turno, me compraba un paquete de quicos Churruca y un chupa chup de fresa. Me gusta mezclar sabores. La saliva se multiplica sin seguir una propiedad matemática y explosiona bajo la lengua como si me hubiese tomado un paquete de peta zetas. Clic. Cloc. Cluc. Peta zetas.
Llego a la puerta de la biblioteca.
Es una puerta grande, de color olivar, con el cristal opaco nube. Se abre por sí sola cuando me acerco. No es el prototipo de biblioteca que recuerdo. Hace años que no piso una. Entro y aspiro el aire. El viento no ha entrado conmigo, parece que como la nueva Humanidad, huye él también de los libros. Huelo el aire antes de dirigirme a la bibliotecaria. Quiero ser bibliotecaria. Lo pienso mientras huelo el aire. Olfateo en busca de un olor a rancio, a ácaros, a huellas dactilares superpuestas, a páginas relamidas, a pegamento... Nada. O sí. Algo. Huele a lejía. El lugar está inmaculado. Parece nuevo.
El borde de una página es la distancia entre dos formas de imaginar.
Reflexiono sobre la frase que he ledio en un marcapáginas que alguien ha abandonado sobre una estantería.
La bibliotecaria tose. Me mira por encima de sus gafas. El silencio es sepulcral. Le explico que es mi primera vez. Me hace rellenar un cuestionario. Puro trámite para obtener el carné. Es un carné que no tendrá mucho uso, pues en cuanto termine la semana volveré al redil, al sistema de horarios cuadriculados, a la asfixia de los que nos dejamos la vida entre cuatro paredes, sin quitar la vista fija del ordenador y la hoja excel o el programa que se haya preciado la empresa adquirir por el bien de sus trabajadores. Claro. Por nuestro bien. Claro.
Tomo asiento en una mesa vacía. Grande. Rectangular. Frente a una fila de ordenadores apagados. Saco mi miniordenador y lo pongo sobre la mesa tratando de no hacer ruido. Saco los folios que he traido, la cartuchera llena de bolígrafos de todos los colores, las gafas y un diccionario de la lengua española. También saco el móvil. Lo pongo en silencio. Empieza mi nueva jornada, esa que añoro tener. Quiero ensayar, saber qué se siente siendo escritor en una biblioteca en jornada que otros ocupan tecleando cuentas del plan general de contabilidad sobre un teclado ajeno.
Y las ideas fluyen, pero las palabras no. Solicito la contraseña del WiFi. Hago escaso uso de internet porque sé que si entro no podré salir, me enredaré en las redes sociales, me subiré a las alas de la wikipedia y volaré y llegaré a páginas que nunca soñé encontrar y estarán ahí y se me acabará la batería y me sentiré frustrada de no haber hecho una cosa ni otra. Dejo internet. Me concentro en mi novela. ¿Novela? ¿A eso le llamas novela? Ni siquiera es un cuento. El personaje no es fuerte, no está bien definidos. Hace aguas. El viento se me ha metido dentro. Sopla. No me deja oír ni pensar. Me levanto y echo un vistazo en la estantería de las novelas. Quisiera leerlas todas. O casi todas. Me detengo en Borges. Me lo llevo a la mesa. Abro el libro por varias partes. Ninguna enciende el interruptor de mi imaginación. A veces es sólo un clip. Lo aprieto y funciona. Suelto a Borges. Cojo a Calvinho. Parece que esta vez sí. Funciona. Una página al azar, con los ojos cerrados. Invoco a Italo y le pido que me dé algo sobre lo que escribir. Hoy no es día para novelas. Surge un personaje. Y otro. Otro más. Tres personajes y varios secundarios, más bien extras, gente de paso, por el hall de un hotel. Él se llama Diego. O Jack. O Diego. Debo decidirlo. ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿Por qué está ahí? ¿Quién lo sigue con la mirada? Ahora estamos en el ascensor. Subimos a la cuarta planta. La moqueta es roja. Sobre las paredes hay cientos de cuadros con imágenes de monumentos famosos. He visitado muchos. Me paro delante del Coliseo y de repente sé que volveré y que esta vez podré visitar la zona que más me intriga. Ahora está abierta al público. Podré ver las mazmorras. Se me acaba la batería. Apago el ordenador. He estado más de hora y media concentrada. Todo un logro cuando el tiempo sobra y casi siempre se carece de él.
Devuelvo a Calvinho a su estantería y hago un tour por poesía, por geografía, literatura y me paro en filosofía. Leo algunas portadas. Vuelvo a la zona de literatura. Me llevo conmigo tres libros. Uno es un simple índice de autores. Busco a Jane Austen. La encuentro. Dice poco sobre ella. Abro el siguiente libro. Es un manual de Instituto. El otro es el mismo, con otra portada. Aburrido. Los devuelvo. Una chica tose desemesuradamente sobre sus apuntes. Coge un pañuelo y estornuda tantas veces que pierdo la cuenta. Sale a la calle. Desde dentro aún se la oye. Tose. Tose. Tose. Vuelvo a las estanterías de novela. Virginia Woolf. Al Faro. Me lo llevo a la mesa. Me pregunto por qué es Al Faro y no El Faro. Debería leerlo al completo y no hojearlo. La bibliotecaria me dice que puedo llevarme el libro. 15 días máximo. Suelto a Woolf. Me voy a la sección de revistas y cojo tres. Una de Historia, que habla del Coliseo. La Muy interesante que habla de la suerte y la inteligencia y por último el Lecturas, que trae a Belén Esteban en su portada. Al parecer ha estado en Londres. Londres, eso es lo que me llama la atención. Quiero ver las fotos y volver un poco allí. Me reencuentro con Oxford Street, con Westminster, con Charing Cross, Leicester Sq. y Picadilly. La Esteban está en todas las fotos, pero yo no la veo. Es invisible. Ni quiero ni me interesa verla. Uso el photoshop que llevo incorporado de serie y veo sólo lo que quiero ver: Londres.
Es mediodía. Tengo que llevarme un libro. El carnet estará listo mañana. Difícil escoger un libro entre tantos, es como escoger a un compañero de vida entre todos los hombres de la Humanidad. Al menos el libro puedo devolverlo en 15 días, me satisfaga o no. Dudo. Reculo. Escojo. Suelto. Vuelvo a soltar. Vuelvo a coger. Escojo de nuevo. Al final aparece uno de Anagrama. Hace 5 años que nadie se lo lleva a casa. Patricia Highsmith. No he leído mucho de ella. Título: Catástrofes. El título me sugiere un montón de ideas, un montón de imágenes. Leo la contraportada:
Patricia Highsmith afirma que se divirtió escribiendo estos relatos y podemos decir que esto se nota. Eso quisiera yo, escribir muchos relatos y divertirme con ellos. En Catástrofes, la maestra de las atmósferas ominosas abandona los laberintos del suspense sutirl y se dedica a una literatura de trazos más gruesos, de un humor negro y esperpéntico, a medio camino entre la novela gótica y la sátira ecológica. Tras varias preguntas que lanzan al aire del lector, Gore Vidal, en la contraportada afirma qeu esta escritora es de las más interesantes de este siglo tan deprimente.
Los relatos de Catástrofe son originales, incómodos y perversos. Be´llísimas parábolas portadoras de una terrible lógica. Justo lo que necesito. Catástrofe se viene a casa. Unas vacaciones que compartiremos juntas Catástrofe y yo.
Salgo de la biblioteca sin mi carnet, con Catástrofe en el bolso y el viento jugueteando nuevamente con mi pelo. Es un secador de pelo gigantesco, que lanza aire hacia todos lados y nos peina a su antojo.
Los niños comienzan a salir del colegio. No oigo sirenas. Ni siquiera de ambulancias, policía o bomberos. Atravieso un parque infantil aún solitario. Ni niños ni abuelos. El viento trata de arrancar los árboles, se lleva sólo sus hojas, de momento. Amenaza con volver. Insiste. Me pongo la capucha. Me encuentro con un familiar. Saludo.
¿Estás de vacaciones?
Sí.
¿Has estado de viaje esta vez?
Sí
¿Dónde?
En la Biblioteca.
Risas.
¿Por qué? ¿Acaso no lo es? Un gran viaje con paradas en tantos sitios de ensueño...
Pero irás a algún sitio. Seguro. Tú aprovechas siempre bien tus vacaciones.
Es cierto. Voy a Madrid. A una Feria literaria.
Ah.
El viento deja de soplar cuando llego al portal de mi casa. El sol se cuela entre mis pestañas y me deslumbra y engurruño los ojos y de lejos, parezco asiática.
Hola
Las dos y cuarto.
I.M.G.
Isa, yo también quiero ser bibliotecaria, siempre lo pienso, cuando me pierdo por esos pasillos llenos de estantes, XDXDXD!!
ResponderEliminarMe ha encantado la crónica de tu día de vacaciones con sueño incluido.
Un abrazo
Hola que tal¡
ResponderEliminarPermiteme presentarme soy tania administradora de un directorio de blogs y webs, visité tu página y está genial, me encantaría contar con tu site en mi sitio web y asi mis visitas puedan visitarlo tambien.
Si estas de acuerdo no dudes en escribirme
Exitos con tu página.
tajuancha@gmail.com
Un beso
Loli, hoy volví a la biblioteca. Ya sabes qué leí. Lo dejé en nuestra página. En cuanto a lo que escribí, bueno, voy avanzando con la novela, aunque está totalmente desestructurada y de todo lo escrito puede salvarse algo. Eso sí, estoy creando buenos personajes, espero que las historias estén a su altura. Espero.
ResponderEliminarEsta tarde cambiaré la biblioteca por un par de librerías, aunque no me pueda llevar los libros prestados.
Besitos
Hola Tania, este mi calle es pública y cualquier persona puede venir a pasear por ella. Te agradezco tu interés y espero verte a menudo por aquí.
ResponderEliminarComo en cualquier calle, hay edificios, ventanas, farolas, cagadas de animales domésticos, contenedores de papel o gente que se cruza con nosotros al pasar, entre otras muchas cosas. A veces verás que sigo el hilo de algo, otras que me contradigo, otra que sugiero sin sugerir y otras que mezclo realidades con ficción o novelo una cosa puntual de un día. De algún modo todo este remolino de cosas soy un poquito yo y un mucho la calle en la que aquí vivo. Bienvenida.
Un saludo
Isa